Versalles es una hermosa película, dirigida por Pierre Schöller, que, aunque en su mensaje quiere hablarnos de los contrastes entre la opulencia aristocrática del versallesco palacio frente a la pobreza e indigencia de los desfavorecidos, es en su quietud paisajística, en sus árboles, en su bosque con figuras con una bella estética y colorido a lo Corot, un canto artístico más que sociológico en el que los protagonistas van y vienen ajenos a pasados de esplendor.
La historia transcurre en Versalles y París y presenta a Nina y Enzo (conmovedora interpretación de Baissette de Malglaive), una joven madre sin empleo ni familia y su pequeño hijo, con quien duerme en las calles de la capital gala. Caminando sin rumbo ambos llegan hasta Versalles. Allí, en el bosque que rodea al famoso palacio, vive Damien (Depardieu), un hombre que reside en una precaria cabaña alejada de todo. Nina seduce a Damien y pasan la noche juntos. Cuando el sujeto se despierta, descubre que Nina se ha marchado, dejando abandonado a Enzo. Poco a poco, mientras comparten la indigencia, Damien y el niño comienzan a construir un vínculo muy fuerte, como si fueran familia biológica.
Esta película no es una crónica palaciega de usos, costumbres, galanterías y sociología pero sí una encuesta social alrededor de los abismos que este nuevo milenio ha vuelto a abrir entre los favorecidos y los desfavorecidos. La opulencia y la miseria se dan la mano en un trabajo pretendidamente desprovisto de sentimentalismo y acaso excesivamente sobrio que en su tramo central trata de erigirse en alegato social sobre el capitalismo (esa lucha por ser alguien en una sociedad productiva, con todas las contradicciones al respecto presentes) y sobre sus periferias. Dentro de esta dualidad, Versalles pese a ser algo elemental en su descripción de lo que hay más allá de lo aristocrático, lo cierto es que la entrada de la madre y su hijo, ambos vagabundos y parias de la sociedad del bienestar, en la mansión, vida y el mundo cerrado del personaje de Guillaume Depardieu, dota a la película de unos hermosos instantes de una fuerza melodramática incontestable. Aquí el realizador no se deja llevar tanto por las elipsis y sí por la mirada cálida, humana y revolucionaria, por un paisaje interior donde las sombras y las luces, las mismas de esa esplendorosa y corotiana Versalles, acaban conmoviendo. Hermosa película francesa imprescindible para los amantes de la pintura de Corot. .
Esta película no es una crónica palaciega de usos, costumbres, galanterías y sociología pero sí una encuesta social alrededor de los abismos que este nuevo milenio ha vuelto a abrir entre los favorecidos y los desfavorecidos. La opulencia y la miseria se dan la mano en un trabajo pretendidamente desprovisto de sentimentalismo y acaso excesivamente sobrio que en su tramo central trata de erigirse en alegato social sobre el capitalismo (esa lucha por ser alguien en una sociedad productiva, con todas las contradicciones al respecto presentes) y sobre sus periferias. Dentro de esta dualidad, Versalles pese a ser algo elemental en su descripción de lo que hay más allá de lo aristocrático, lo cierto es que la entrada de la madre y su hijo, ambos vagabundos y parias de la sociedad del bienestar, en la mansión, vida y el mundo cerrado del personaje de Guillaume Depardieu, dota a la película de unos hermosos instantes de una fuerza melodramática incontestable. Aquí el realizador no se deja llevar tanto por las elipsis y sí por la mirada cálida, humana y revolucionaria, por un paisaje interior donde las sombras y las luces, las mismas de esa esplendorosa y corotiana Versalles, acaban conmoviendo. Hermosa película francesa imprescindible para los amantes de la pintura de Corot. .