Ayer asistí en el Museo del Prado a la gran exposición de Roma. El paisaje ideal clásico con obras maestras, entre otros, de Anibale Carracci, Domenichino, Goffredo Wals, Nicolás Poussin y, sobre todo, de Claudio de Lorena. Pero quedé impresionado muy especialmente por la obra de ese gran artista que fue Claude Gelée, llamado Claudio de Lorena. Sus grandes cuadros verticales, bañados en luz de atardecer o amanecer producen una irresistible emoción. ¿En dónde reside esa extraña y extraordinaria emoción? En que sabe aunar como nadie sus figurillas en múltiples posturas en el paisaje y en que en su pintura se dan la mano el barroquismo dinámico con el neoclasicismo compositivo y sus paisajes se bañan en una misteriosa luz dorada de sol de amanecer o atardecer que preanuncia el romanticismo y el impresionismo. Como decía magistralmente Eugenio d’Ors, “se puede establecer genéticamente una cadena que une a Claudio de Lorena con Constable, con Turner y con los impresionistas”. Son en sus obras maestras, Moisés salvado de las aguas y sobre todo, El Arcángel Rafael y Tobías y el Embarque en el muelle de Ostia de Santa Paula Romana las que guardan un sutil temblor de emocionante romanticismo. Aquí no hay más que orden de vida, y panteística belleza, lujuriosa sencillez en las figuras pero calma, mucha calma aunque voluptuosa. Uno de los espectáculos más sublimes que a una retina sensible a la pintura le es dado contemplar. ¡Emocionante!
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