El gran escritor italiano D’Annunzio se alojó durante un tiempo en el Hotel Trianon de París. Allí tenía un pez dorado al que quería mucho. Estaba en una jarra de cristal y D’Annunzio le daba de comer y le hablaba. El pez agitaba alegremente sus aletas y abría y cerraba la boca como si quisiera contestar al poeta.
Un día el pez dorado desapareció. La famosa bailarina estadounidense Isadora Duncan, que se alojaba en el mismo hotel, se percató de la ausencia del pez, y le preguntó al maitre del hotel:
- ¿Dónde está el pez de D’Annunzio?
- ¡Ah, señora, es una triste historia!
D’Annunzio tuvo que viajar a Italia y nos encargó que cuidáramos del pez. “Este pez de oro – fueron sus palabras – es mi amor y el símbolo de mi felicidad.“
Y solía telegrafiar con frecuencia para ver cómo seguía su pez:
“¿Cómo está mi querido Adolphus?”
Adolphus es cómo le llamaba…
Un día Adolphus murió. Lo cogí, lo envolví en un papel y lo tiré por la ventana.
Al día siguiente llegó un telegrama de D’Annunzio que decía:
“Examinen a Adolphus. Me da la impresión de que no está bien.”
Yo le mandé un telegrama donde decía: “Adolphus ha muerto.”
D’Annunzio me contestó inmediatamente: “Entiérrenlo en el jardín. Y arreglen una pequeña sepultura para él.”
Cogí entonces una sardina, la envolví en un papel de plata y mandé poner una cruz con la siguiente inscripción en letras doradas:
“Aquí yace Adolphus”
D’Annunzio, a su regreso, preguntó inmediatamente:
- ¿Dónde está la tumba de mi pobre Adolphus?
Se la enseñé en el jardín y le ponía todos los días muchas flores. Y estuvo durante mucho tiempo llorando sobre la tumba del pez.
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