Un amour de jeunesse, el resplandor
de la pasión fogosa y ardiente de la adolescencia que nunca se apaga…
Ya he señalado en varias ocasiones que el cine
francés o francófono (belga, canadiense, argelino) tiene dos modos de
enfrentarse a la cámara: un registro sentimental o amoroso y un registro
sociológico: de ello son prueba dos excelentes películas ahora en la cartelera, Un
amour de jeunesse y Profesor Lazhar.
Hoy nos ocuparemos de la primera.
La
cámara de
Mia Hansen-Løve penetra en las calles de París y en
la campiña del valle del Loira para captar
el amor adolescente de Camille, una chica que
ama con locura a Sullivan y cuyo corazón sufrirá el primer desencanto cuando él
decida irse a Latinoamérica en busca de aventura… y al poco tiempo deje de escribirla.
La chica debe rehacerse y “pasar página” (como le dice su padre)… y un maduro
profesor de arquitectura será quien le dé la seguridad en sí misma que necesita
y el sentido a su vida.
“Un amour de
jeunesse” es el resplandor de esa pasión fogosa y ardiente
que nunca se fue de la memoria pero que dejó un rescoldo de dolor y melancolía.
Es la luz tenue de la que habla el arquitecto en sus clases, y la huella que el
entorno deja en alma de quien habita un espacio.
Del frío
invierno de la ciudad pasamos al despertar de la primavera en una excursión
campestre donde la luz cálida llega con la felicidad más intensa, para después
evidenciar la diferente manera de vivir el amor de cada uno: posesión y
exclusividad frente a autonomía y distancia, compromiso y sensibilidad frente a
volubilidad e indiferencia. Atmósferas efímeras que se esfumarán con los viajes
por Centroeuropa y con la estabilidad emocional de Camille, hasta que la
oscuridad de la noche vuelva a invadirla con recuerdos y temores… aunque ya no
es tan inocente como antes. Es el resplandor de la adolescencia, que se resiste
a desaparecer.
Magnífica es la traslación cinematográfica dependencia
de afectos y ambientes, pero lo más llamativo y novedoso de esta película es la profunda reflexión que se hace sobre la
arquitectura como manifestación de la soledad o apertura de quien la
proyecta, del vacío y de la compañía, de la luz y de la oscuridad, del
resplandor de nuestras vidas o como
espejo y reflejo de un mundo individualista o solidario. Mia Hansen-Løve se
interesa por los espacios y sabe reflejar con ellos una necesidad anímica de
expansión, unas familias rotas y fracasadas, o un flujo de afectos que van y
vienen invadiendo los compartimentos del espíritu. En su retrato adolescente
hay una mirada íntima y pudorosa al alma de sus personajes, aunque no lo sea
tanta a sus cuerpos, siempre desde el prisma femenino. A la directora le
interesa el proceso de maduración en el tiempo y el peso de los primeros
afectos, y gracias al gran trabajo interpretativo de Lola Créton
consigue capturar esas emociones con total naturalidad y frescura. No hay
excesos melodramáticos pero tampoco frialdad distanciadora para transmitir el
sentimiento dulce y suave de unos momentos que la directora recuerda de su
propia experiencia autobiográfica.
“Un amour de jeunesse” se nos presenta en cierto
modo como heredera de la nouvelle vague francesa y, sobre todo, de Rohmer,
intentando captar la realidad de la calle y de otra más interior. Tierna y
sentimental, sensible y delicada, Un amour de jeunesse es la crónica
de una maduración en el amor y el desamor, la historia de búsqueda de una
libertad que Camille y Sullivan persiguen de manera distinta, la huella de unos
sentimientos que eran el resplandor
de adolescencia.
La película retrata el resplandor de esa pasión fogosa de la adolescencia que nunca se apaga. Porque el amor no es sólo una “enfermedad” de
los adolescentes. Con los años uno puede ganar cierta madurez (no siempre), pero la forma de
sentir es siempre la misma. Lo ideal es nadar siempre hacia adelante en el río
de la vida y dejar que ese río de la vida se lleve aquello que
nos hace mal (el gorro de paja que le regaló Sullivan a Camille).