martes, 22 de mayo de 2012


Un amour de jeunesse, el resplandor de la pasión fogosa y ardiente de la adolescencia que nunca se apaga…

Ya he señalado en varias ocasiones que el cine francés o francófono (belga, canadiense, argelino) tiene dos modos de enfrentarse a la cámara: un registro sentimental o amoroso y un registro sociológico: de ello son prueba dos excelentes películas ahora en la cartelera, Un amour de jeunesse y Profesor Lazhar.

Hoy nos ocuparemos de la primera.   La cámara de Mia Hansen-Løve penetra en las calles de París y en la campiña del valle del Loira para captar  el amor adolescente de Camille, una chica que ama con locura a Sullivan y cuyo corazón sufrirá el primer desencanto cuando él decida irse a Latinoamérica en busca de aventura… y al poco tiempo deje de escribirla. La chica debe rehacerse y “pasar página” (como le dice su padre)… y un maduro profesor de arquitectura será quien le dé la seguridad en sí misma que necesita y el sentido a su vida. “Un amour de jeunesse” es el resplandor de esa pasión fogosa y ardiente que nunca se fue de la memoria pero que dejó un rescoldo de dolor y melancolía. Es la luz tenue de la que habla el arquitecto en sus clases, y la huella que el entorno deja en alma de quien habita un espacio.

 Del frío invierno de la ciudad pasamos al despertar de la primavera en una excursión campestre donde la luz cálida llega con la felicidad más intensa, para después evidenciar la diferente manera de vivir el amor de cada uno: posesión y exclusividad frente a autonomía y distancia, compromiso y sensibilidad frente a volubilidad e indiferencia. Atmósferas efímeras que se esfumarán con los viajes por Centroeuropa y con la estabilidad emocional de Camille, hasta que la oscuridad de la noche vuelva a invadirla con recuerdos y temores… aunque ya no es tan inocente como antes. Es el resplandor de la adolescencia, que se resiste a desaparecer.

Magnífica es la traslación cinematográfica dependencia de afectos y ambientes, pero lo más llamativo y novedoso de esta película es la profunda reflexión que se hace sobre la arquitectura como manifestación de la soledad o apertura de quien la proyecta, del vacío y de la compañía, de la luz y de la oscuridad, del resplandor de nuestras vidas  o como espejo y reflejo de un mundo individualista o solidario. Mia Hansen-Løve se interesa por los espacios y sabe reflejar con ellos una necesidad anímica de expansión, unas familias rotas y fracasadas, o un flujo de afectos que van y vienen invadiendo los compartimentos del espíritu. En su retrato adolescente hay una mirada íntima y pudorosa al alma de sus personajes, aunque no lo sea tanta a sus cuerpos, siempre desde el prisma femenino. A la directora le interesa el proceso de maduración en el tiempo y el peso de los primeros afectos, y gracias al gran trabajo interpretativo de Lola Créton consigue capturar esas emociones con total naturalidad y frescura. No hay excesos melodramáticos pero tampoco frialdad distanciadora para transmitir el sentimiento dulce y suave de unos momentos que la directora recuerda de su propia experiencia autobiográfica.

“Un amour de jeunesse” se nos presenta en cierto modo como heredera de la nouvelle vague francesa y, sobre todo, de Rohmer, intentando captar la realidad de la calle y de otra más interior. Tierna y sentimental, sensible y delicada, Un amour de jeunesse es la crónica de una maduración en el amor y el desamor, la historia de búsqueda de una libertad que Camille y Sullivan persiguen de manera distinta, la huella de unos sentimientos que eran el resplandor de adolescencia.

La película retrata el resplandor de esa pasión fogosa de la adolescencia que nunca se apaga. Porque el amor no es sólo una “enfermedad” de los adolescentes. Con los años uno puede ganar  cierta madurez (no siempre), pero la forma de sentir es siempre la misma. Lo ideal es nadar siempre hacia adelante en el río de la vida y dejar que ese río de la vida se lleve aquello que nos hace mal (el gorro de paja que le regaló Sullivan a Camille).


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