Hemos visto una de las
más bellas y amargas películas de los últimos años: RENOIR, de Gilles Bourdos. También una de las
más inteligentes y profundas: una obra
maestra. Con una magistral
interpretación de Michel Bouquet, el
actor fetiche de Claude Chabrol, en el papel del gran pintor impresionista de
sensuales y carnosos desnudos de mujer, Pierre Auguste Renoir, retrata los
últimos años de la vida del pintor, viudo (Madame Renoir había fallecido en el
mes de junio de 1915) y con una feroz artritis de piernas y brazos, y retirado
en su preciosa villa campestre de Cagnes, entre los paisajes marítimos de la
Costa Azul, las frondas de árboles azotados por el viento entre ríos y cascadas,
y la campiña agrícola de la Provenza, pintando a su última modelo Andrée o Dedée, Catherine Hessling (estupendo
el papel interpretado por la pelirroja y sensual Christa Théret). Pero la película también retrata a su hijo Jean
Renoir (el que en el futuro será el genial cineasta), interpretado disciplinadamente
por Vincent Rottiers, herido de
guerra y convaleciente, que se enamora locamente de la modelo de su padre y con
la que después se casa, y que ya por entonces empieza a sentir el “gusanillo”
del cine. En 1914, cuando estalla la guerra, Renoir tiene sesenta y tres años, su hijo Pierre, veintinueve, y Jean,
el segundo, veintiuno. Ambos jóvenes son llamados a filas y resultan heridos.
La lucha de este hombre inválido es una página heroica de la historia del Arte.
Solitario y viejo, cascarrabias y narcisista, con varias criadas y doncellas a
su servicio, Renoir continúa
pintando: su etapa final que coincide con los años de la 1ª Guerra Mundial, es
en verdad prodigiosa también. Sus desnudos
finales son testimonio último e imperecedero de su gozoso cromatismo. Aquellas
carnosas baigneuses de piel rosada,
pequeños y duros pechos y amplias caderas que su modelo Andrée le inspiró en la contemplación de su blanco y rosado cuerpo,
culminaron en las Ninfas de 1918. La
película refleja el sufrimiento de la decadencia física del pintor, pero
también la pasión y el placer de pintar, de acariciar el lienzo con la
delicuescencia del color.
Pero la película en su
grandeza muestra también el dolor y el sufrimiento, aunque en palabras del
propio pintor, “el dolor pasa, la belleza
permanece”. Hay una fusión entre naturaleza y arte: “si no entiendes lo que es la carne de una modelo al natural, no entiendes lo que es
la pintura”.
El pintor (como todos
los pintores impresionistas) elimina de su paleta el color negro: “bastante dolor y
sufrimiento hay en la vida como para meter el negro en los cuadros”, le dice a
su hijo Jean que le ayuda a poner los colores en la paleta. Esa fusión entre
vitalidad y decadencia física, entre vida y muerte, está magistralmente
salpicada a lo largo del film: la joven y bellísima modelo en bicicleta, viendo
a su paso a los jóvenes soldados heridos por la guerra; la escena del pequeño
Cocó entre vigorosas cascadas y agua que fluye con fuerza que encuentra un zorro
muerto desangrándose; los jóvenes que se arrojan al agua del mar y vemos cómo
sus atléticos y juveniles cuerpos hacen el muerto en el agua; el pintor,
inválido en su silla de ruedas, que ve a las jóvenes doncellas retozando en el
agua, azotándose sus vestidos y cabelleras por el viento… Y siempre presente el
sol y sus reflejos, sol de mañana o de atardecer, en una naturaleza plena de
color y vida. ¡Qué maravilla!
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