El viaje soñado de Violeta en Vilanova i la Geltrú
(Una historia a través de los primeros cuadros de Carlos d’Ors,
escrita por el artista cuarenta años después )
II
Ermita de San Cristóbal, 1965
Hasta que un día ya no volvió más. Después de un mes de leales visitas, aquella mañana la muchacha se había despertado sin el cálido gorjeo de su ruiseñor. Había esperado impaciente frente a la ventana durante una hora y al ver que no aparecía, unos oscuros pensamientos cruzaron su mente.
-Puede que alguna desgracia haya sobrevenido a mi fiel ruisenor –dijo en voz alta-, tal vez esté enfermo, o quizá…
No se atrevió a completar la frase, tal era el pánico que le suscitaba. Presa de la agitación, caminó a un lado y a otro de la habitación. El aspecto de su cabello sorprendentemente había dejado de interesarla. De pronto se detuvo en seco.
-A lo mejor no le sucedió ningún mal. Puede que sencillamente se cansara de visitarme.
Violeta recobró la calma ante este pensamiento e imaginó al pájaro azul volando libremente por algún lugar del mundo.
-Al fin y al cabo –concluyó-, ninguna relación es para siempre.
Abrió la ventana de par en par y apoyó sus brazos en el alféizar, como lo hacía cuando el pájaro la visitaba. Después observó la plaza, llena de árboles, y le pareció distinguir que algo se movía en la copa de uno. Miró atentamente y, sin esperarlo, una sombra azul salió de entre las ramas y sobrevoló la plaza, perdiéndose en la lejanía. Gracias a esta alucinación, tan grata, Violeta sonrío y, ya tranquila, cerró la ventana, dando por terminada la relación con su ruiseñor.
Aquel día hacía muy buen tiempo, por lo que a la muchacha le apeteció salir a dar un paseo. Se puso un largo vestido de franela de color lila, confeccionado con una tela muy fina, y un sombrero de pamela con que protegerse del sol. Después salió a la calle y, tras dejar atrás el pueblo, se encaminó por un sendero pedregoso. Debido a su pendiente, el camino resultaba duro por tramos, pero las vistas que se tenían sobre el mar recompensaban al que subiera la cuesta. El tramo final, donde las piedrecitas estaban cubiertas de arena, desembocaba en una plazuela circular de pequeñas dimensiones y presidida por una ermita. Violeta, sin dejar de juguetear con su largo cabello, pasó por delante de aquella Ermita de San Cristóbal y se detuvo a escuchar el inquietante silencio que emanaba de los ventanucos de su fachada. En el centro de la plaza un tronco casi seco de higuera evocaba tiempos en los que niños harapientos trepaban por sus viejas ramas para hurtar higos maduros y frescos. Había también allí una palmera marítima, también anciana, que poseía un tronco robusto y ancho. Regalaba palmas a quien quisiera trasladarse allí el Domingo de Ramos a oír misa en la Ermita de San Cristóbal. O cualquier domingo, ya que todos son fiesta.
-Puede que alguna desgracia haya sobrevenido a mi fiel ruisenor –dijo en voz alta-, tal vez esté enfermo, o quizá…
No se atrevió a completar la frase, tal era el pánico que le suscitaba. Presa de la agitación, caminó a un lado y a otro de la habitación. El aspecto de su cabello sorprendentemente había dejado de interesarla. De pronto se detuvo en seco.
-A lo mejor no le sucedió ningún mal. Puede que sencillamente se cansara de visitarme.
Violeta recobró la calma ante este pensamiento e imaginó al pájaro azul volando libremente por algún lugar del mundo.
-Al fin y al cabo –concluyó-, ninguna relación es para siempre.
Abrió la ventana de par en par y apoyó sus brazos en el alféizar, como lo hacía cuando el pájaro la visitaba. Después observó la plaza, llena de árboles, y le pareció distinguir que algo se movía en la copa de uno. Miró atentamente y, sin esperarlo, una sombra azul salió de entre las ramas y sobrevoló la plaza, perdiéndose en la lejanía. Gracias a esta alucinación, tan grata, Violeta sonrío y, ya tranquila, cerró la ventana, dando por terminada la relación con su ruiseñor.
Aquel día hacía muy buen tiempo, por lo que a la muchacha le apeteció salir a dar un paseo. Se puso un largo vestido de franela de color lila, confeccionado con una tela muy fina, y un sombrero de pamela con que protegerse del sol. Después salió a la calle y, tras dejar atrás el pueblo, se encaminó por un sendero pedregoso. Debido a su pendiente, el camino resultaba duro por tramos, pero las vistas que se tenían sobre el mar recompensaban al que subiera la cuesta. El tramo final, donde las piedrecitas estaban cubiertas de arena, desembocaba en una plazuela circular de pequeñas dimensiones y presidida por una ermita. Violeta, sin dejar de juguetear con su largo cabello, pasó por delante de aquella Ermita de San Cristóbal y se detuvo a escuchar el inquietante silencio que emanaba de los ventanucos de su fachada. En el centro de la plaza un tronco casi seco de higuera evocaba tiempos en los que niños harapientos trepaban por sus viejas ramas para hurtar higos maduros y frescos. Había también allí una palmera marítima, también anciana, que poseía un tronco robusto y ancho. Regalaba palmas a quien quisiera trasladarse allí el Domingo de Ramos a oír misa en la Ermita de San Cristóbal. O cualquier domingo, ya que todos son fiesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario