Hace 30 años (en 1979) realicé una visita exclusivamente a Florencia, la ciudad que yo más amo del mundo. Era la segunda vez que la visitaba porque ya la había visto en mi época universitaria en 1971 cuando yo contaba veinte años en un viaje hecho con mis compañeros de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid que fue fundamentalmente a Grecia, aunque estuvimos un día en Florencia. Había quedado maravillado con esta ciudad, que toda ella me pareció una obra de arte. Pero me había quedado con muchas ganas de volverla a visitar porque la visita había sido sólo de unas horas y recordaba sólo el impresionante David de Miguel Ángel del Museo de la Academia, la Plaza della Signoria y el mercadeo en el Ponte Vecchio.
Y esta segunda vez pude recorrer tranquilamente sus calles, plazas, iglesias, museos y palacios en los cuatro días que permanecí allí. Y sentí lo mismo que Stendhal: el síndrome de la belleza de esta ciudad. Cuando llevaba unas horas, y después de haber visitado Santa María Novella y la Piazza della Signoria, llegué a la Plaza de Santa Croce y rompí a llorar. La amiga que me acompañaba se dio cuenta de que lloraba y me preguntó qué me pasaba. Yo le respondí: "Es que no puedo reprimir las lágrimas con tanta belleza". Me ocurrió después incluso una segunda vez, tras visitar Santa Croce y sus pinturas de Giotto, la capilla Pazzi, el Museo del Bargello, las pinturas en las celdas de San Marcos de Fra Angélico, el grandioso David de Miguel Ángel y las pinturas de Masaccio en la Iglesia del Carmine: esa Expulsión de Adán y Eva del Paraíso me conmovió profundamente. Y claro, aparte de todos los grandes artistas que dejaron su huella en esta maravillosa ciudad (Giotto, Miguel Ángel, Leonardo, Massaccio, Brunelleschi, Alberti, Donatello, Verrocchio, Ghiberti), está el gran Dante y su "Beatrice".
Unos meses después pinté este cuadro imaginario: Beatrice abandona la ciudad de Florencia. Una de las cosas que más me impresionó de Florencia fue su arquitectura: los muros de sillares de sus casas y palacios, el tono ocre de la piedra de las fachadas de sus calles y plazas, los arcos de medio punto de sus ventanas y galerías, las cornisas voladas del remate de sus edificios. Imaginé la tristeza infinita de Beatrice cuando tiene que abandonar la bellísima capital de la Toscana y atraviesa el último muro detrás del cual ya se encontrará fuera de la ciudad y eso es lo que quise sintetizar imaginariamente en este cuadro.
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