jueves, 1 de septiembre de 2011

Las exposiciones antológicas de Antonio López y James Castle, ejemplos respectivos de un gran pintor y de un gran artista.

En este pasado mes de agosto hemos acudido a dos grandes exposiciones antológicas: las de Antonio López y James Castle, que, en mi opinión, nos ejemplifican respectivamente lo que supone ser un gran pintor profesional pero un mediocre artista, en el caso del primero, y un pintor casi aficionado pero, sin embargo, un gran artista, en el caso del segundo.

“Una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades.”
Con estas palabras el pintor Antonio López García resume su particular modo de acercamiento al objeto a pintar. Sus cuadros se desarrollan a lo largo de varios años, décadas en ocasiones, con una plasmación lenta, meditada, destilando con cada pincelada la naturaleza del objeto o paisaje a representar, hasta que el pintor cree haber logrado plasmar la esencia del mismo en el lienzo. El pintor busca entre la realidad que le rodea aquellos aspectos cotidianos, que él recoge con un tratamiento pleno de detallismo, rozando, en ocasiones, lo fotográfico. Sus preferencias van desde las vistas de Madrid hasta los retratos de sus familiares, pasando por los lugares y objetos más cotidianos y cercanos, con una atmósfera que pretende ser mágica y ensoñada.

A lo largo de la mayor parte de su carrera pictórica, Antonio López ha desarrollado una obra independiente, en medio de un panorama artístico estructurado en base al informalismo y la abstracción. Y siempre ha mostrado la labor paciente de un gran pintor de oficio pero de escaso relieve artístico. Su obra nos produce casi siempre la sensación de falsa autenticidad y de escasa emoción. Aunque conozco personalmente a Antonio López (que me parece una gran persona y un artista muy honesto), su obra no es en mi sentir ni mucho menos superior artísticamente a las mejores propuestas del realismo y del expresionismo figurativo español contemporáneo (Zarco, Villaseñor, Toral, Barjola, Úrculo, Ramón Gaya, Carmen Laffon, Isabel Quintanilla, Amalia Avia, Guillermo Pérez Villalta, Francisco y Julio López Hernández, etc.). Tampoco parece artísticamente superior a las obras más relevantes de las tendencias realistas europeas más recientes ni a las mejores propuestas del hiperrealismo americano.




Pasemos ahora a la obra de un gran artista, sordomudo y analfabeto: James Castle (1899-1977).
Nacido en el estado de Idaho, James Castle vivió al margen del mundo del arte: su producción artística, concentrada en dibujos sobre papeles de reciclar, cajas y cartones de tetrabrik con lápiz grafito y hollín, construcciones de cartulinas coloreadas adheridas con cuerdas, y libros realizados a mano no poseen título, ni fecha, ni indicación que revele cronología alguna. La incógnita que supone esta técnica heterodoxa y la alteración de las herramientas de clasificación artística, queda subrayada por el hecho de que nunca concedió ninguna entrevista ni realizó comentario alguno que aclarara su obra.
La gran producción artística de Castle fue conservada gracias a su cuidadosa y obsesiva perseverancia, lo cual no deja de resultar extraño en un artista que nunca demostró especial querencia por el mundo del arte profesional. Su reconocimiento se produjo ya en los noventa de la mano de nociones como arte marginal, las cuales potenciaban lo biográfico por encima de las cualidades propias de su obra. Su personalidad, su sordera y el hecho de que fuera prácticamente analfabeto fueron factores importantes que intervinieron en la atención que generó como “supuesto” artista salvaje-naïve de mediados del siglo XX. Sin embargo, su obra refleja un especial interés intelectual y conceptual y nos muestra las grandes posibilidades artísticas de la representación visual contemporánea: su tendencia hacia la esencialización y el diseño compositivo de sus sencillos y esquemáticos dibujos de paisajes e interiores rurales y de granja, o de sus caras, la mágica dimensión de sus objetos tan cotidianos, y foráneos al mismo tiempo (camisas, chaquetas, trajes, maniquíes, carretillas), el interés por representar figuras casi infantilmente robóticas y aves expresivamente ingenuas a base de collages de cartulinas unidas con cuerdas, el diseño de tipografías diversas así como de fragmentos arquitectónicos como si se trataran de proyecciones del organismo humano revelan unas personales cualidades artísticas alternativas a la representación formal de la segunda mitad del siglo XX.

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