jueves, 5 de septiembre de 2013

RENOIR, magistral film de fusión entre naturaleza y arte, belleza y dolor.


Hemos visto una de las más bellas y amargas películas de los últimos años: RENOIR, de Gilles Bourdos. También una de las más inteligentes y profundas: una obra maestra.  Con una magistral interpretación de Michel Bouquet, el actor fetiche de Claude Chabrol, en el papel del gran pintor impresionista de sensuales y carnosos desnudos de mujer, Pierre Auguste Renoir, retrata los últimos años de la vida del pintor, viudo (Madame Renoir había fallecido en el mes de junio de 1915) y con una feroz artritis de piernas y brazos, y retirado en su preciosa villa campestre de Cagnes, entre los paisajes marítimos de la Costa Azul, las frondas de árboles azotados por el viento entre ríos y cascadas, y la campiña agrícola de la Provenza, pintando a su última modelo Andrée o Dedée, Catherine  Hessling (estupendo el papel interpretado por la pelirroja y sensual Christa Théret). Pero la película también retrata a su hijo Jean Renoir (el que en el futuro será el genial cineasta), interpretado disciplinadamente por Vincent Rottiers, herido de guerra y convaleciente, que se enamora locamente de la modelo de su padre y con la que después se casa, y que ya por entonces empieza a sentir el “gusanillo” del cine. En 1914, cuando estalla la guerra, Renoir tiene sesenta y tres años, su hijo Pierre, veintinueve, y Jean, el segundo, veintiuno. Ambos jóvenes son llamados a filas y resultan heridos. La lucha de este hombre inválido es una página heroica de la historia del Arte. Solitario y viejo, cascarrabias y narcisista, con varias criadas y doncellas a su servicio, Renoir continúa pintando: su etapa final que coincide con los años de la 1ª Guerra Mundial, es en verdad prodigiosa también.  Sus desnudos finales son testimonio último e imperecedero de su gozoso cromatismo. Aquellas carnosas baigneuses de piel rosada, pequeños y duros pechos y amplias caderas que su modelo Andrée le inspiró en la contemplación de su blanco y rosado cuerpo, culminaron en las Ninfas de 1918. La película refleja el sufrimiento de la decadencia física del pintor, pero también la pasión y el placer de pintar, de acariciar el lienzo con la delicuescencia del color.
Pero la película en su grandeza muestra también el dolor y el sufrimiento, aunque en palabras del propio pintor, “el dolor pasa, la belleza permanece”. Hay una fusión entre naturaleza y arte: “si no entiendes lo que es la carne de una modelo al natural,  no entiendes lo  que  es la pintura”.

El pintor (como todos los pintores impresionistas) elimina de su paleta el color negro: “bastante dolor y sufrimiento hay en la vida como para meter el negro en los cuadros”, le dice a su hijo Jean que le ayuda a poner los colores en la paleta. Esa fusión entre vitalidad y decadencia física, entre vida y muerte, está magistralmente salpicada a lo largo del film: la joven y bellísima modelo en bicicleta, viendo a su paso a los jóvenes soldados heridos por la guerra; la escena del pequeño Cocó entre vigorosas cascadas y agua que fluye con fuerza que encuentra un zorro muerto desangrándose; los jóvenes que se arrojan al agua del mar y vemos cómo sus atléticos y juveniles cuerpos hacen el muerto en el agua; el pintor, inválido en su silla de ruedas, que ve a las jóvenes doncellas retozando en el agua, azotándose sus vestidos y cabelleras por el viento… Y siempre presente el sol y sus reflejos, sol de mañana o de atardecer, en una naturaleza plena de color y vida. ¡Qué maravilla!

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